martes, 2 de junio de 2009

Somalia: El lugar más peligroso del mundo


Somalia es un Estado gobernado por la anarquía, un cementerio de fracasos en política exterior que no ha conocido más que seis meses de paz en los últimos veinte años. Ahora, el caos interminable del país amenaza con devorar toda una región. Y el mundo, una vez más, se limita a observar cómo arde.
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Cuando uno aterriza en el aeropuerto internacional de Mogadiscio debe rellenar un impreso con su nombre, la dirección y el calibre del arma que lleva. Se crea o no, este desastre de ciudad, la capital de Somalia, recibe todavía vuelos comerciales. Algunos no han salido bien parados: al final de la pista quedan todavía restos de un avión ruso de carga derribado en 2007. Más allá del aeropuerto se encuentra uno de los monumentos al conflicto más asombrosos del mundo: kilómetro tras kilómetro de edificios derruidos e incendiados.
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La arquitectura de estilo italiano de la capital, en otro tiempo una joya, ha quedado reducida a un montón de ladrillos despedazados por las ametralladoras. Somalia vive desgarrada por la violencia desde que el Gobierno central se vino abajo, en 1991. Dieciocho años después y 14 intentos fracasados de formar gabinete, las matanzas continúan: atentados suicidas, bombas de fósforo blanco, decapitaciones, lapidaciones, grupos de adolescentes atiborrados de una droga local llamada khat que disparan unos contra otros y a todo lo que pille en medio... Incluso, de vez en cuando, misiles de crucero norteamericanos que caen del cielo. Y en el mar se vive la misma batalla campal. Los piratas somalíes amenazan con estrangular la estratégica vía marítima del Golfo de Adén, que atraviesan 20.000 buques cada año. En 2008, esos bucaneros secuestraron más de 40 navíos y obtuvieron hasta 100 millones de dólares en rescates. Es la mayor epidemia de piratería de la era moderna.
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En mis más de doce viajes a este país durante los últimos dos años y medio, he aprendido a reelaborar mi propia definición de “caos”. He sentido la furia de la insurgencia iraquí en Faluya. He pasado noches sobrecogedoras en una cueva afgana. Pero en ningún sitio he tenido tanto miedo como en la Somalia actual, donde a uno pueden secuestrarlo o dispararle en la cabeza en menos tiempo del que tarda en secarse el sudor de la frente. Desde los espesos pantanos que rodean Kismayo en el sur, perfectos para emboscadas, hasta el laberinto letal de Mogadiscio, pasando por la guarida pirata de Boosaaso, en el Golfo de Adén, Somalia es nada más y nada menos que el lugar más peligroso del mundo.
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El país entero se ha vuelto un campo de cultivo de caudillos, piratas, secuestradores, fabricantes de bombas, rebeldes islamistas fanáticos, pistoleros independientes y jóvenes desocupados y airados que carecen de educación y tienen demasiadas balas. Aquí no existe una Zona Verde, ningún lugar fortificado al que correr como último recurso si, Dios no lo quiera, uno resulta herido o se ve en apuros. En Somalia, cada cual se las arregla como puede. Los hospitales casi no tienen gasas para tratar todas las heridas.
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El caos está desbordando las fronteras de Somalia y agitando tensiones en Kenia, Etiopía y Eritrea, por no hablar de la piratería que infesta los mares. Es posible que la exportación de los problemas no haya hecho más que empezar. Los insurgentes islamistas relacionados con Al Qaeda están convirtiendo Somalia en un polo de atracción para los combatientes más peligrosos del mundo. Esos hombres volverán (si sobreviven) a sus países y difundirán su espíritu asesino. El Gobierno de transición de Somalia, una creación de la ONU que estaba tocada de muerte desde que nació hace cuatro años, está a punto de perecer definitivamente, y quizá eso dé pie a una nueva misión internacional de rescate condenada al fracaso. Abdullahi Yusuf Ahmed, el veterano presidente respaldado por EE UU, dimitió en diciembre después de una amarga disputa con el primer ministro, Nur Hassan Hussein. A primera vista, el conflicto estalló por un acuerdo de paz con los islamistas y por unos cuantos puestos en el Gabinete. En realidad, seguramente, no importaba nada. A principios de este año, la zona controlada por el Gobierno se reducía a un par de manzanas de la capital.
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En Somalia, cuando parece que las cosas no pueden ir aún peor, empeoran. Además de la crisis política, están volviendo a aparecer todos los elementos para una auténtica hambruna –guerra, desplazamientos, sequía, aumento increíble del precio de los alimentos y éxodo de las organizaciones de ayuda–, igual que a principios de los 90, cuando murieron de hambre cientos de miles de somalíes. En mayo vi, a la puerta de una cabaña, a un niñito enfermo que se acurrucaba junto a su madre moribunda. La ropa de la mujer estaba empapada. Su respiración era entrecortada. Llevaba días sin comer. Un anciano se me acercó y dijo: “Seguro que va a morir”, y se fue.
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LA VUELTA DE LOS ISLAMISTAS
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Las potencias occidentales deberían hacer todo lo posible para incluir a los islamistas moderados en el Gobierno de transición mientras éste siga existiendo. Le guste o no a la gente, muchos somalíes creen que la ley islámica es la respuesta. Tal vez no les agrade la variante más dura impuesta por el Shahab, que, por lo menos en una ocasión, ha condenado a morir lapidada a una adolescente que había sido violada (un tribunal islámico la declaró culpable de adulterio). Sin embargo, existe cierto deseo de un gobierno islámico. No hay que confundir ese anhelo con el apoyo al terrorismo.
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Otra idea más radical es que Naciones Unidas se haga cargo del Gobierno y administre Somalia con un mandato al estilo de Timor Oriental. Ahora bien, Somalia ya ha sido un país independiente, por lo que es posible que la población no aceptase esta solución. Para que funcionase, la ONU necesitaría delegar su autoridad en los jefes de los clanes, que poseen una influencia considerable. En cualquier caso, los diplomáticos tendrían que trabajar más con los señores del dinero y menos con los señores de la guerra.
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Pero el problema de Somalia es que, tras 18 años de caos, con tantos muertos, tantos pistoleros que ascienden y luego pierden su poder, es muy difícil saber quiénes son los verdaderos líderes, si es que existen. No sólo hay que reconstruir el páramo de edificios destruidos de Mogadiscio; hay que recomponer toda la psique nacional. El país entero padece un caso agudo de síndrome postraumático. Los somalíes tendrán que superar los estrechos intereses de clanes, en los que se han refugiado para sentirse protegidos, y adoptar la idea de una nación.
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Si se consigue, eso no será más que el principio. Casi una generación entera de somalíes no tiene ni idea de qué es un gobierno ni de cómo funciona. He visto a esa generación de mirada vidriosa en todo el país, ociosos en las esquinas llenas de huellas de las balas y con aire ausente en las traseras de los camiones, con los Kaláshnikovs en la mano y ningún sitio al que ir. Para ellos, la ley y el orden son conceptos absolutamente abstractos. Para ellos, la única ley es el cañón de una ametralladora.
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